Tres elementos que integran, administran y
concentran nuestras emociones y sentimientos: el ego, la fortaleza y la
autoestima. Cualquiera de ellos que se encuentre en una proporción superior,
menor o desbordado en situaciones de normalidad, es decir, cuando lo importante
es mantener una postura mesurada, centrada y respetuosa de la realidad, altera
la forma como vemos y actuamos en el mundo.
La autoestima es el amor, valía propia, cariño
y cuidado que cada ser humano debe mantener por sí mismo, como criatura divina
que ha venido al mundo no solo a embellecerlo con su presencia, sino a
transformarlo con su actuación. La autoestima es la fuerza natural del hombre
que lo invita a mantenerse firme en las horas de confusión o contradicción, es
la esencia del alimento del espíritu, que nos impulsa a lograr hazañas
extraordinarias y superar situaciones inesperadas.
La fortaleza es la potencia y capacidad
interior que sobrepone al hombre frente a los momentos de lucha interior y
exterior. Es la energía de la constancia y consistencia de un esfuerzo
concentrado y focalizado, que vencer el temor y permite cambiar una condición
adversa, en una oportunidad de renovación y construcción personal. La fortaleza
es un don que debe ser renovado e invocado a la divinidad, para mantener la
estabilidad espiritual que precede a la motivación personal para salir adelante
en medio de las inestabilidades y tempestades.
El ego, ese enemigo persistente que el
hombre tiene, que no le deja ser, sino aparentar. Ese contrario que no quiere que
nada cambie para tener una excusa perfecta para seguir existiendo. El ego es la
expresión natural del niño malcriado que el hombre lleva dentro, que muchas
veces toma el control de su vida y que lo invita todo el tiempo a reaccionar y
no a meditar y reflexionar antes de actuar. El ego se mantiene en las sombras,
tratando de pasar desapercibido, sin ser detectado, listo para impedir al
hombre estar en el presente y preso de su pasado.
Cuando la autoestima se eleva, deberá
responder a una realidad donde se ha comprometido su nivel medio de
funcionamiento, es decir, ese estándar de valor propio sano que permite al
hombre renovarse dentro y saber que es capaz de superar los retos que la vida
le propone. Cuando la fortaleza se incrementa, será una respuesta natural al
exigente contexto del ambiente que somete y enfrenta las limitaciones del ser
humano, invitándolo a reestablecer su compromiso para lograr aquello que se ha
propuesto.
Cuando el ego se incrementa, ya no se tienen
alertas, sino alarmas. Hay una situación que se ha desbordado, una parte
inherente del hombre que ha tomado el control sobre sus propias acciones; una
sombra, que como las propias de los seres humanos, ha tomado más relevancia que
otra y que posiblemente, aviva el fuego de terceras que han estado vigilantes
en su momento.
El ego, como anota Tolle (2017, p.68),
se lo toma todo personalmente, conecta con la emoción, la actitud defensiva y
finalmente, con una posible agresión. El ego, sigue Tolle (idem), confunde la opinión
y los puntos de vista con los hechos. Es un mal intérprete de la realidad, que
no reconoce la poca nitidez y posible alteración de sus lentes para ver el
mundo.
Así las cosas, es necesario mantener una
conexión consciente con el ser interior, con la luz divina que habita en cada
uno de los hombres; esa fuente de energía vital que todo lo nutre y sintoniza
en la intimidad de cada individuo. Una permanente reflexión que, reconociendo
el entorno, los retos y aspiraciones humanas, es capaz de articular su
autoestima y fortaleza para reconocer y superar al ego como lo que es: una
disfunción colectiva y la locura de la mente humana (Tolle, 2017, p.75).
El Editor
Referencia
Tolle, E. (2017) Un nuevo mundo, Ahora. Encuentra el propósito de tu vida. Decimotercera
Edición. Tercera reimpresión. Barcelona, España: Penguim Random House Grupo
Editorial.
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