Existe una tensión
permanente entre la universidad y la empresa. Mientras el argumento desde la
universidad hacia la empresa, es la falta de un mayor relacionamiento y
financiamiento de iniciativas para movilizar la investigación en problemas de
interés para el país; la postura de la empresa hacia la universidad, es su
concentración en aspectos novedosos de la ciencia y construcción de teorías,
que muchas veces carecen de aplicación práctica.
Esta tensión, que si
bien no es nueva, si la miramos en detalle podemos encontrar dos posiciones
encontradas que trascienden los discursos arriba mencionados. Mientras la
universidad se reconoce como la poseedora del conocimiento, los saberes y
aquella que forma para el desarrollo de las dinámicas empresariales; la empresa
se precia de ser la que hace realidad la teoría de los académicos, la que
resuelve problemas reales y desarrolla apuestas prácticas que hacen que se
movilicen los objetivos estratégicos propuestos por los cuerpos ejecutivos.
Mientras la
universidad no se concibe así misma como una entidad que genera utilidades,
sino que presta un servicio a la sociedad formando seres integrales para asumir
los retos de un entorno cambiantes y ambiguo; la empresa si piensa en primer
lugar en sus estrategias de negocio, que hacen realidad una promesa de valor
para sus clientes, para luego conectar sus dinámicas y conocimiento al servicio
de la sociedad y sus diferentes grupos de interés.
Así las cosas,
encontramos dos vistas que al parecer no encuentran puntos convergentes, dada
la necesidad de cada una de mantener su lugar en la dinámica social. La
pregunta sería, ¿qué pasaría si reconocemos a la empresa como una lugar natural
donde se desarrolla el aprendizaje, donde los académicos logran alinear sus
objetivos pedagógicos con los retos y objetivos empresariales?
Lo anterior supone
compartir y desafiar los saberes previos en las teorías educativas vigentes
para encontrar un nuevo lugar común donde tanto empresa como universidad se
puedan sorprender y construir una vista común, no sólo de convenios y apuestas
de investigación, sino de relaciones de aprendizaje, con escenarios,
simulaciones y prototipos, asistidos de la pedagogía del error, para encontrar
nuevas apuestas de valor que están más allá de un descubrimiento científico y
así habilitar una posibilidad para crear experiencias distintas en los
clientes.
La relación
universidad y empresa debería estar mediada por una función de educativa que superando
una vista mecanicista de la enseñanza y el aprendizaje, es capaz de formular
una apuesta convergente que conecta y desconecta al mismo tiempo los objetivos
de negocio, con los objetivos pedagógicos, para crear un espacio de creación
conjunta, donde el resultado no es otro, sino un avance concreto para la
ciencia y una ventaja competitiva para la empresa.
Esta relación entre universidad
y empresa deberá madurar de forma acelerada si queremos potenciar un desarrollo
académico y social que responda a los retos de un entorno volátil, incierto,
complejo y ambiguo, donde la inestabilidad es la constante y la creación de
nuevas capacidades es el nuevo normal de las organizaciones protagonistas de la
dinámica del siglo XXI.
El Editor
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