Cuando podemos
reconocernos como parte de un todo, encontramos la razón de ser de nuestra
vida. Todos sumamos en la construcción del universo, y tenemos una misión que
se nos ha encomendado. Algunos la descubren pronto, otros un poco más tarde. Lo
importante, es poner todos los medios humanos y divinos disponibles para
emprender ese viaje al interior de cada persona para encontrarnos con la
revelación celestial que hemos recibido desde lo alto.
Cada persona es un
regalo sobrenatural que lo sagrado que nos rodea, nos entrega para descubrir en
ella la manera de conversar con la fuerza de la creación. Una declaración que a
diario se hace en el silencio de las miradas y sonrisas; un testimonio de una
verdad que se abre paso en medio de las luces y opacidades del mundo: el amor
es la esencia de todo lo que ocurre en la naturaleza.
Cuando podemos
descubrir que somos en esencia relación, conexión, entrega, parte de un tejido
social que se construye a cada momento, que se resiste a existir aislado y
fuera de la realidad, comprendemos que todos tenemos algo que compartir y
sintonizar con otros. Una experiencia necesariamente abierta y expuesta, donde
la vulnerabilidad es la base del reconocimiento del otro y la incertidumbre, la
apuesta personal que se abre para aprender y construir con lo desconocido.
No podemos negar la
esencia social que el ser humano contiene, la fuerza vital de una conexión
sobrenatural con la cual hemos venido al mundo y que muchas veces negamos desde
nuestros propios comportamientos. No podemos seguir ignorando el llamado de
nuestra naturaleza humana, si bien caída y proclive a lo menos santo, para
continuar en el ejercicio de construir relaciones posibles y humanas, y no
repetir aquellas conocidas y generalmente artificiales.
Cuando podemos
discernir en medio de la neblina de los elogios y reconocimientos, el
fundamento de la vida cotidiana, es decir, la conexión de una mirada, la fuerza
de un abrazo, la luz de una sonrisa y el bálsamo de una palabra, hemos
comenzado a estar presentes en el mundo, a comprender que todo sabe mejor
cuando se comparte, cuando se beneficia a otros y sobre manera cuando nos
dejamos interrogar por la vida de nuestro prójimo.
Hacernos ocasión de
relación y construcción de significados con otros, es una oportunidad para
descubrir que en el mundo hay otras realidades, que nos permiten abrirnos a las
posibilidades, a la exploración de nuevos horizontes que esperan que personas
como nosotros nos atrevamos a surcar. Un viaje que motiva navegar en aguas
profundas, desconocidas e inciertas, donde sólo la fuerza de la gracia
trascendente, es la única certeza que nos hace creer que es posible lograrlo.
No podemos parar de
creer que podemos construir un mundo distinto, no podemos dejarnos engañar por
aquellos que nunca zarpan de sus puertos y comodidades, de aquellos que sus
acciones dan poco testimonio de sus palabras, de aquellos que nos seducen con
sus insinuaciones de caminos cortos y atajos. Creer que es posible un mundo
mejor, es el combustible que anima la acción, un mensaje que se convierte en
realidad, cada vez que uno de nosotros es valiente para hacer que las cosas
pasen, un momento donde el cielo resplandece y brilla, pues allí hay una
sonrisa y una mirada tierna que te dice “ánimo, yo he vencido al mundo y nada
ni nadie te puede separar de mi amor”.
El Editor
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