La diferencia entre
los creen y los que no, es que los primeros saben qué hay del otro lado y lo
segundos, no se arriesgan a concretarlo. El creer o no, no es un tema religioso
o de controversia entre los hombres, sino la oportunidad para motivar una
transformación en la vida personal, que está más allá de lo que hoy conocemos y
experimentamos.
Bien anota el
sacerdote José Luis Martín en su libro “201 razones para creer con una fe
arriesgada, gozosa y comprometida”: “la
vida del hombre y su destino -guste o no- se realiza entre nieblas. Y no hay fe
que pueda dar explicaciones tranquilizadoras o lógicas”, lo que significa
que es necesario asumir el riesgo de creer y traspasar la opacidad de la
realidad y revelar aquello que has visto en el corazón y materializarlo en la
escena de la vida cotidiana.
Los hombres están hechos
de una fe, de una fuerza en el creer, que todo lo que se propongan desarrollar,
estarán habilitados para hacerlo. No es cuestión de soñar sometidos o dopados
con algún alucinógeno, sino de mirar al presente y saber que estamos
descubriendo un mundo de forma permanente, donde los tropiezos, los retos y las
adversidades, serán el insumo fundamental para hacer al hombre una versión
renovada y mejorada de sí mismo.
Quien cree enfrenta
las consecuencias de aquellos que ven en el margen de las hojas. Sus
reflexiones son idealistas, soñadoras y hasta tontas; sus posturas valientes y
convencidas afectan la estabilidad del mundo actual y sus actuaciones, peligros
para los dueños de la lectura actual de la realidad. Cuando el que cree es
capaz de quebrar los lentes del mundo, se convierte en el ruido de la
innovación que anticipa una nueva discontinuidad que destruye el statu quo.
Los que creen
encuentran en la ciencia un motivo para explorar y construir a pesar de las
teorías vigentes. Un ejercicio de apertura hacia lo inexplorado que busca
enfrentar un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo, donde no existen
limitaciones, sino posibilidades para experimentar, y entender que hay oportunidades
para construir un mundo diferente y abierto, un lugar para madurar en la fe
donde todo es posible para el que cree.
La fe no está
atrapada en las religiones o en los templos, sino que vibra con una frecuencia única
en cada uno de nosotros, esperando encontrar la sintonía con el todo, del cual hacemos parte, para entrar en resonancia y explotar el
potencial que la divinidad ha puesto dentro de cada uno. Así pues, creer cada día, implica incomodarnos, mirar al horizonte y movernos a conquistar nuevas
cumbres, nuevos desafíos para dejar el hombre viejo y hacernos hombres nuevos.
Una fe madura no es
estática, sino dinámica. Es una fe que está en movimiento, que no se acomoda
con lo conocido, sino que explora y propone formas alternas de comprender la
realidad para dar cuenta de su posición y concretar nuevas posibilidades que
antes no existían. Una fe dinámica es una invitación para transformar nuestro mundo, la experiencia de un milagro inesperado, donde la divinidad entra en
frecuencia con la fuerza del hombre que cree sin haber visto.
El Editor.
Referencia:
Martín, J. L. (2012)
201 razones para creer con una fe arriesgada,
gozosa y comprometida. Burgos, España: Ed. Monte Carmelo.
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