sábado, 23 de julio de 2016

Creer o no creer: Ahí está la diferencia

La diferencia entre los creen y los que no, es que los primeros saben qué hay del otro lado y lo segundos, no se arriesgan a concretarlo. El creer o no, no es un tema religioso o de controversia entre los hombres, sino la oportunidad para motivar una transformación en la vida personal, que está más allá de lo que hoy conocemos y experimentamos.

Bien anota el sacerdote José Luis Martín en su libro “201 razones para creer con una fe arriesgada, gozosa y comprometida”: “la vida del hombre y su destino -guste o no- se realiza entre nieblas. Y no hay fe que pueda dar explicaciones tranquilizadoras o lógicas”, lo que significa que es necesario asumir el riesgo de creer y traspasar la opacidad de la realidad y revelar aquello que has visto en el corazón y materializarlo en la escena de la vida cotidiana.

Los hombres están hechos de una fe, de una fuerza en el creer, que todo lo que se propongan desarrollar, estarán habilitados para hacerlo. No es cuestión de soñar sometidos o dopados con algún alucinógeno, sino de mirar al presente y saber que estamos descubriendo un mundo de forma permanente, donde los tropiezos, los retos y las adversidades, serán el insumo fundamental para hacer al hombre una versión renovada y mejorada de sí mismo.

Quien cree enfrenta las consecuencias de aquellos que ven en el margen de las hojas. Sus reflexiones son idealistas, soñadoras y hasta tontas; sus posturas valientes y convencidas afectan la estabilidad del mundo actual y sus actuaciones, peligros para los dueños de la lectura actual de la realidad. Cuando el que cree es capaz de quebrar los lentes del mundo, se convierte en el ruido de la innovación que anticipa una nueva discontinuidad que destruye el statu quo.

Los que creen encuentran en la ciencia un motivo para explorar y construir a pesar de las teorías vigentes. Un ejercicio de apertura hacia lo inexplorado que busca enfrentar un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo, donde no existen limitaciones, sino posibilidades para experimentar, y entender que hay oportunidades para construir un mundo diferente y abierto, un lugar para madurar en la fe donde todo es posible para el que cree.

La fe no está atrapada en las religiones o en los templos, sino que vibra con una frecuencia única en cada uno de nosotros, esperando encontrar la sintonía con el todo, del cual hacemos parte, para entrar en resonancia y explotar el potencial que la divinidad ha puesto dentro de cada uno. Así pues, creer cada día, implica incomodarnos, mirar al horizonte y movernos a conquistar nuevas cumbres, nuevos desafíos para dejar el hombre viejo y hacernos hombres nuevos.

Una fe madura no es estática, sino dinámica. Es una fe que está en movimiento, que no se acomoda con lo conocido, sino que explora y propone formas alternas de comprender la realidad para dar cuenta de su posición y concretar nuevas posibilidades que antes no existían. Una fe dinámica es una invitación para transformar nuestro mundo, la experiencia de un milagro inesperado, donde la divinidad entra en frecuencia con la fuerza del hombre que cree sin haber visto.

El Editor.

Referencia:

Martín, J. L. (2012) 201 razones para creer con una fe arriesgada, gozosa y comprometida. Burgos, España: Ed. Monte Carmelo.

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