Cada vez que terminan ciclos o momentos en nuestras vidas, debemos consultar
qué hemos logrado, qué cosas hicimos bien, qué cosas no salieron como queríamos y a cuántas personas pudimos ayudar a crecer,
bien en lo material o en lo espiritual. Cuando termina un ciclo en nuestras
vidas, necesariamente existe un desprendimiento en alguna parte de nuestro ser;
algo que se debe mudar para emprender el nuevo paisaje por venir.
Mientras no puedas mudar o dejar cosas en tu vida que no suman, que te
amarran a tu pasado: logros, reconocimientos, decepciones, conflictos o enredos
del corazón, no estarás dispuesto para asumir con claridad la nueva ventana de
oportunidades que inicia con tu nuevo tiempo. No podemos mantener aquellas
emociones o condiciones tóxicas que generen lastre en tu vida y no te dejan
avanzar con celeridad en la búsqueda de tus sueños.
Cada vez que conquistas y
logras concluir tu tiempo, es necesario vaciarte de todo lo aprendido, de todo
lo logrado, de todo lo conseguido, para poder aspirar a metas superiores y revelar los
nuevos horizontes que la vida tiene para que sea un mejor ser humano, lleno de
plenitud, de gracia y de bendición. Cuando estamos pesados con el equipaje,
poca movilidad tenemos, cualquier evento nos saca de control y perdemos el
equilibrio en cualquiera de nuestras actuaciones.
Así pues, clausurar un momento de
nuestras vidas es una invitación a eliminar todo aquello que nos impide
elevarnos al siguiente nivel de evolución y crecimiento personal, profesional y
espiritual. Es una invitación a conectarnos con nuestro yo interior, para
capitalizar las lecciones aprendidas, motivar nuestro coraje y asumir los retos
que el nuevo escenario tiene para los que están dispuestos a hacer que las
cosas pasen.
Terminar un periodo de
nuestras vidas,
es haber invertido nuestro tiempo con otros, haber comprendido sus necesidades
y retos, es haber dejado parte de sí en
cada momento y situación, como legado de nuestra entrega y reconocimiento
de los otros, como verdaderos otros. Conforme vamos concluyendo ciclos, más
aprendizajes debemos atesorar, es decir capitalizar la experiencia que se ha conseguido,
que no es otra que aquella que se adquiere luego de habernos equivocado.
Cerrar un ciclo de nuestra existencia es detenerse a escuchar las olas
del tiempo, la risa del viento y el arado del mar, conexiones insospechadas que
nos sumergen en el infinito de la naturaleza, como una respuesta a nuestros
propios interrogantes y la antesala de los cambios que requieren nuestras vidas.
Todo esto para darnos cuenta de lo
pequeños que somos; esas vasijas de barro que deben morir a su propia esencia,
para ser reconstruidas con la filigrana de oro sagrada fundida en el crisol de
la fe, la esperanza y el amor.
No se trata de construir y mantener una vitrina de la vanidad llena de
lujosas joyas “personales” para exhibir, sino en conectarnos en cuerpo, mente,
corazón y alma con nuestro referente trascendente, para renovar nuestros votos
de crecimiento perpetuo (soltar las amarras
del puerto conocido), para descubrir (zarpar)
y hallar quiénes somos realmente y qué queremos alcanzar a nivel personal,
profesional y espiritual.
El Editor.
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