Cuando se leen las Sagradas
Escrituras (en el contexto de la religión católica) encontramos diferentes ejemplos
de tipos de personas: unas que están dispuestas a enfrentar sus retos, otras
que no lo están y aquellas que definitivamente no quieren y no pueden.
La primeras son personas que superan sus propios
sesgos, sus propios temores y miedos, para dar un paso en medio del vacío, con
la confianza puesta en la divinidad, para lograr todo aquello que se proponen. Si no lo logran, ha sido un intento más, donde han
aprendido y reconocido que tienen oportunidades y ventanas de aprendizaje para
potenciar sus propios estándares. Luego, recargan fuerzas, consolidan nuevas
condiciones personales y contextuales y se lanzan nuevamente a conquistar sus propios
desafíos para ver en sí mismos el brillo de la fuerza divina, que los
transforma en otros distintos.
Las personas que no están dispuestas a superar sus
retos, son aquellas que le tienen miedo a lograr lo que se proponen. Temen más
por el “qué dirán”, que por el reto mismo de alcanzar lo que quieren. Están atrapadas en el control que ejercen otros
sobre ellos. Delegan el control de sus propias vidas a los comentarios de
otros, dejando que sus propias iniciativas carezcan de la fuerza necesaria para
superar sus propias autorestricciones. Las personas que temen enfrentar sus
desafíos, piensan más en la falla que en los grandes aprendizajes que se ganan
intentando llegar hasta donde otros no lo han hecho. Quienes se asustan con sus
retos, no avanzan y por lo tanto, tienden a retroceder.
Las terceras personas están atrapadas, no en los
intentos, sino en la calificación emocional y afectiva de éstos, que se
denomina “fracaso”. No comprenden que las fallas o aquellas cosas que no salen
como estaban planeadas, son parte inherente del proceso de aprender y crecer
como seres humanos. Aprendemos mucho
más de aquello que no resulta como esperábamos, que de los momentos donde logramos
lo que queremos. Entender el error como una oportunidad para superar nuestros
inciertos, nos permite ver la vida en perspectiva, en clave educativa, es
decir, como aprendices que reconocen que no saben y están dispuestos a dar su
mejor esfuerzo para retar sus posturas y saberes previos.
El hombre moderno y
conectado con su espiritualidad profunda, no busca desesperadamente encontrar garantías
absolutas de que nada fallará, sino que navega en océanos de incertidumbres,
para conquistar archipiélagos de certezas, que lo invitan en cada momento a
renovar sus marcos de conocimiento y reconocimiento del mundo, como una forma
natural para seguir avanzando mar adentro, como Pedro y Santiago, para lanzar
las redes y obtener la pesca abundante. Esa que no es otra, que confiar en la palabra
del Crucificado, para abrirse a la bendición abundante y generosa de aquel que
cree sin haber visto.
Las Escrituras no
contienen una historia de un “fracaso”, sino diferentes historias de hombres
que continúan intentando, perseverando y aprendiendo que la vida es, una
oportunidad finita que tiene la humanidad para experimentar la luz de la
esperanza, la tenacidad del navegante, la experiencia del pescador y la sabiduría
de los ancianos, como testimonios de fe inquebrantables que ven en cada momento
de la vida, la mejor preparación para alcanzar el siguiente nivel en lo
personal, en lo profesional y en lo espiritual.
El Editor
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