La palabra “enemigo”,
es una expresión que etimológicamente proviene de una voz latina denominada “inimicus”,
que con consta de una negación “in” y la palabra “imicus” que significa amigo.
En los tiempos de los romanos, cualquier pueblo que no fuera amigo, coincidente
con sus tradiciones y sus costumbres, y no tuviese respeto por su emperador,
era candidato a ser arrasado por el poderío del imperio de Roma.
Si bien, la palabra
no establece una lectura de un agresor o rival en sí misma, si manifiesta una
declaración de no tolerancia con la diferencia, con aquel que tiene una forma
distinta de ver el mundo. El enemigo de nuestra sociedad actual es precisamente
todo aquello que no soporta ver un punto diferente o contrario, donde, tanto una
parte como la otra, tratan de convencer al otro de su óptica, con el fin de “doblegar”
a su contraparte para hacer valer su posición.
Este ejercicio de
contrarios encontrados, es con frecuencia útil y necesario para confrontar
posibles reflexiones iniciales sobre propuestas planteadas; sin embargo, una
cosa es tener una visión opuesta para ser enriquecida y otra muy distinta, “agredir”
a la persona desestimando su postura o propuesta, generando una violencia
innecesaria que busca nuevamente concretar un ejercicio de poder y dominio que
está fuera de un ejercicio académico para construir y desarrollar posturas
enriquecidas.
El enemigo moderno
desestima al otro en su concepción más elemental: como otro diferente, lo que
genera una tensión de posturas, no para enriquecer y superar el reto que esto
supone, sino como una competencia que busca alcanzar un vencedor y un vencido.
Donde una parte, como en tiempos de los romanos, arrasa con la persona, su
dignidad y su identidad, dejando los restos para que el mundo vea su poderío, lo
que es capaz de hacer y así ganar respeto y posición.
Cuando se enfrenta
un enemigo de estas características, no solo deberás tomar acciones concretas e inteligentes para poder permanecer y darle
vida a la postura que se pretende presentar, sino preparar argumentos que se
alimenten de la “ponzoña” que trae la parte que quiere dominar, dejando que ese
mismo veneno se devuelva a su dueño. Lo importante, es dejar fluir la
estrategia y asaltarla en su propio terreno, no con la misma intención del
agresor, sino con la serenidad de los que no se atan al “poder” y al “dominio”.
El enemigo trae un afán
de victoria y de logro, que si bien es su fortaleza inicial, con el tiempo se
convierte en su propia debilidad, pues en algún punto de su reflexión dará
pasos inexactos donde sus propios argumentos darán cuenta de su propio interés
y no de lograr una vista que resuelve la tensión que se ha planteado. Los
enemigos actuales, como en la antigua Roma, sufren de soberbia y orgullo
desmedido, dos de las tentaciones humanas más comunes, las cuales desvían al
hombre de su fin último y lo deforman en el ejercicio de su convivencia con los
otros.
Dicen los maestros
espirituales que “hay que cuidarse de aquellos enemigos que destruyen el alma y
no el cuerpo”, pues ellos saben que si es posible comprometer la esencia de lo
que no se ve, se advierte el camino para destruir aquello que vemos y palpamos.
Por tanto, mantén tu
mirada sobre aquellos que intenten apoderarse de tu espiritualidad, de tus
mociones del alma, de tu sensibilidad con el infinito, para que puedas pedir la
asistencia permanente de lo sagrado y trascendente, de ese DIOS (cualquiera sea
tu imagen que tenga de él) que siempre nutre de la fuerza y el poder para
conquistar y derrotar la injusticia, la inequidad y la arrogancia aún en la
situaciones más inesperadas y extremas.
El Editor
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