Experimentar es una
palabra que generalmente se encuentra reservada para los laboratorios y los
hombres de ciencia. Sin embargo, es la palabra clave que cualquier persona debe
tener en cuenta para explorar los linderos de aquello que conoce en un mundo que
a diario nos sorprende y nos exige aprender, o mejor, desaprender rápidamente.
Experimentar exige,
observar con detenimiento, documentar bien la situación y establecer un
contexto adecuado para motivar una lectura distinta de la realidad. Un
experimento es una apuesta para rasgar el velo de lo desconocido y revelar
aspectos novedosos de la realidad o la resignificación de un concepto ya
conocido, desde una perspectiva distinta o alterna.
Experimentar es la
base de la acción cognoscitiva que busca confrontar aquello que hemos
aprendido, para establecer nuevas prácticas o conceptos que cambian la forma de
ver el mundo, de vernos a nosotros mismos y sobremanera, transformar las
imágenes estáticas que tenemos en nuestra mente, para quebrar los lentes de
nuestros propios supuestos.
Experimentar implica
probar, dudar de lo que conocemos y permitirnos explorar caminos alternos que
lleven a reflexiones distintas, que motiven acciones novedosas; pensamientos
laterales que descubran oportunidades de estrategias impensadas, que encaucen
propuestas extrañas o diferentes frente a los referentes conceptuales que se
tienen a la fecha.
Quien experimenta
corre el riesgo de equivocarse, de encontrarse con situaciones desconocidas, con
aspectos extraños o inestables de la realidad, es decir, con una ventana de
oportunidad para escribir, con letras torcidas sobre márgenes derechos, una
nueva historia de vida que no se vuelve a repetir, un abordaje de nuevos problemas
con enfoques probados, o aún en revisión.
Quien no se permite
salirse del margen, se está perdiendo de situaciones inéditas que ocurren más
allá de la frontera que conocemos, de riesgos ocultos y de conquistas
inesperadas, que sólo se hacen realidad a través de la experimentación, de la
inquietud permanente de aquellos que no encuentran su lugar en la zona cómoda.
Los que experimentan
con frecuencia deben contrastar siempre los aportes de los modelos probados,
con aquellos que aún son experimentales. Si bien, los primeros son una guía
para establecer una vista formal de la problemática estudiada, los segundos son
recursos donde se puede explotar la riqueza de la incertidumbre, no como
amenaza, sino como aliada que nos prepara para atender la sorpresa, lo
inesperado.
Quien experimenta
sabe que el denominado éxito, esa condición escurridiza, amoral e imprevisible,
no es lo fundamental en la conquista de uno mismo, sino disfrutar del viaje que
implica mover fronteras, encontrar nuevos parajes y colonizar nuevos
territorios antes desconocidos.
Experimentar, en
definitiva, mantiene en movimiento el intelecto, la creatividad y la ciencia,
como un cirio encendido que, en manos de un explorador y aventurero con
intenciones legítimas, es una oportunidad para descubrir caminos y sendas que
nos llevan por parajes desconocidos y en algunas ocasiones, nos permiten “dar
saltos de fe”: esos que nos habilitan para transformar vidas ordinarias, en personas
extraordinarias.
El Editor
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