Muchas veces estamos
inmersos en la dinámica del mundo, de los reportes, de las presentaciones, las
cuales atrapan nuestra concentración y vitalidad, pues es necesario dar
respuesta a un requerimiento de un tercero sobre cosas particulares. Si bien
esta situación no es permanente, establece un punto de quiebre en el desarrollo
de nuestras actividades, ahogando nuestros planes personales y comprometiendo
las oportunidades sociales.
Trabajar es una
oportunidad, una bendición y una recompensa que la divinidad nos ofrece para
potenciar nuestras capacidades, para aprender con otros y lograr superar retos
de forma conjunta. En este ejercicio cotidiano, es fácil perder el horizonte
motivador del trabajo y caer en la tentación de volver la vida, trabajo y el
trabajo, la vida. Cuando se llega a este punto, se oscurece el panorama de la
realidad profesional y se camina en una ruta que consume las fuerzas y compromete
el espíritu: un ser que vive en automático.
Trabajar es una experiencia
que debe renovar nuestras capacidades, ampliar el espectro de las
posibilidades, habilitar la conexión con otros y sobre manera, proyectar
nuestra visión del mundo y de la vida. El trabajo es la oportunidad para
aprender a aprender, para ser portadores de nuevas ideas que transformen la
manera de hacer las cosas, pero particularmente una experiencia para
transformarse a sí mismo.
No podemos concebir
que el trabajo sea la puerta a una adicción, a una trampa sigilosa del mundo
que te condena a compararte con otro, a desterrar tu autonomía y a anquilosar
tu conocimiento. Si el trabajo se convierte en un camino de espinas, de tensiones
permanentes y humillaciones pasivas, es tiempo que revises en que sitio estás,
pues no es posible que tu valía, tu autoimagen y tu autoestima se estén
comprometiendo para mantener un statu quo, que te no le hace nada bien a tu
propio proyecto de vida.
El trabajo debe ser
un apalancador de sueños, una virtud que nos enseña a dar lo mejor de nosotros
mismos y un camino para madurar en nuestra maestría profesional. En este
sentido, trabajar para una organización (con fines o no de lucro) es abrir conexiones
entre sus diferentes áreas para crear o actualizar vínculos entre personas, que
nos permiten construir propuestas conjuntas, que cambien la manera de hacer las
cosas; una oportunidad para crear mapas de un territorio desconocido que se
conquista con cada proceso de toma de decisiones.
El trabajar es una
aventura del conocimiento explícito que, compartiendo su experiencia con otros,
rasga el velo de la innovación en medio de la inercia, avanza en medio de los
inciertos con la luz de una idea, fortalece el carácter frente a los reveses de
la vida y sobre todo, aprende con cada decisión que toma. Así las cosas, el
trabajo se configura como una fuerza motivadora poderosa que define el éxito
como la capacidad de sobreponernos a la realidad, pensar fuera de la caja y
crear entornos que nos permitan reinventarnos a nosotros mismos.
Trabajar debe ser
una ruta para dignificar nuestra condición humana y la de los otros, un signo
de búsqueda permanente de sentido, que deconstruya la experiencia adquirida con
los años, desconectando lo que hemos aprendido, para reconectarlo con la
realidad extendida, ahora asistida por lo digital en medio de un mundo volátil,
incierto, complejo y ambiguo.
El Editor.
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