Afirma el clérigo
dominico Marco Antonio Peña Salina, O.P. (s.f. , p.18) que “la persona humana madura y se perfecciona no
por normas impuestas desde fuera, sino por el desarrollo de actitudes y
comportamientos que brotan desde su interioridad, más allá de las normas y
preceptos externos”, un ejercicio de conocimiento interno permanente que
permite conectar al ser humano con su vocación trascendente.
En este sentido, el
hombre no busca solo conocer su realidad exterior y dominar las ciencias y las artes
que le permiten “estar” en el mundo, que es el perfeccionamiento de la inteligencia, sino igualmente un
descubrimiento de su realidad interior, esa conexión espiritual que lo vincula
con el todo superior, que es el perfeccionamiento
de su voluntad, para buscar los bienes superiores “con autonomía, libertad
y rectitud moral” (Peña, s.f., p.20). En pocas palabras, un continuo de ciencia
y sabiduría, que converge en la esencia del ser humano como una base de
disciplina y virtud que lleva a una vida plena y sin límites.
Por tanto, el hombre
en su ruta de aprendizaje perpetuo, no debe aprender de manera mecánica,
repetitiva, como un autómata que recibe un conocimiento frío y sin contexto,
sino que debe habilitar en su mente y espíritu con una vocación abierta y
dispuesta al cambio, a la incertidumbre, de tal forma que “se enriquezca su
ciencia, se aumente su comprensión y se libere en virtud” (ídem, p.27) para
lanzarse a conquistar las aguas profundas, donde la orilla no se ve, allí donde
empieza la aventura y se concreta el reto de transformarse en otro distinto.
Así las cosas, “el
hombre sabio es el que posee el sentido común, que guía al prudente para
decidir y actuar racionalmente, con una mirada universal, superior e
integradora de sus actos” (ídem, p.65). Una exigencia para el hombre actual que
debe “elevarse de lo visible a lo invisible y de lo material a lo espiritual” (ibídem)
de tal forma, que sus saberes científicos sólo podrán tener la dimensión de su
alcance, cuando sean moldeados desde la experiencia de lo trascendente, un
camino que sólo es posible recorrerlo guiado por la luz de la verdad, más allá
de su juicio académico y su vanidad en el conocer.
En este horizonte,
la madurez del hombre pasa por la formación y perfeccionamiento de sus “hábitos
operativos” o virtudes como los llama Tomás de Aquino, “que disponen al hombre
a obrar, pronta, fácil y agradablemente en la búsqueda de la verdad y del bien”
(Peña, s.f., p33), que en lectura moderna podríamos decir, en palabras de Covey
(2005), poseer el conocimiento, la habilidad y la actitud para movilizar y
transformar nuestro entorno, fieles a la vocación de vida que hemos recibido.
Cuando el hombre
sólo se concentra en su realidad exterior y se deja cautivar por las luces y
brillos del mundo, pierde su rumbo, pospone sus sueños y se paraliza en el
desarrollo de sus capacidades. Por otra parte, cuando conjuga sus
potencialidades humanas, motiva pensamientos superiores con vista trascendente,
donde es posible conjugar “la contemplación del saber y el placer en la
práctica de la virtud” el hombre pone la mirada en lo interior, como fundamento
del estado que quiera alcanzar para desarrollar todas sus capacidades.
En consecuencia, la
madurez humana es un proceso donde el hombre es perfectible a través del
perfeccionamiento de la inteligencia y de su voluntad, “como semillas ordenadas
a crecer y desarrollarse continuamente” (Peña, s.f., p.21).
El Editor
Referencias
Peña, M. (s.f.) Educar. La aventura de la perfección humana
en el pensamiento del Maestro Tomás de Aquino. Provincia San Luis Beltrán
de Colombia. Orden de Predicadores.
Covey, S. (2005) El octavo hábito. De la efectividad a la
grandeza. Bogotá, Colombia: Editorial Planeta Colombiana S.A.
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