Si a las personas que enseñan a
otros, se les llama docentes, maestros o profesores; a las personas que sanan a
otros, se les dice doctores; las personas que orientan a otras y le ayudan a
desarrollar su potencial, se les dice “coaches” y a las que acompañan a otros,
se les llama, “edecanes”, la pregunta es ¿cómo denominamos a aquellas personas
que olvidan a los otros?
La vida es una muestra de
interacción diaria, es un ejercicio permanente de estar en movimiento con
otros, por otros y para otros. No es posible entender que la vida se pierda en
la inercia de los días, sin tener movimiento o expresión cierta del contacto
con otro ser humano. Sólo los ermitaños, que han decidido vivir una vida
apartada del mundo, sus ruidos y destellos mentirosos, han podido entrar una
vivencia profunda de su realidad, aún en ausencia de la expresión de otros.
En este sentido, vivir significa
movilizarme dentro y fuera de mí, no solo para alcanzar mis metas, sino para construir
con otros. Una motivación permanente para cruzar el umbral de seguridad del
otro, y lanzarme a su encuentro, donde no hay otra alternativa que experimentar
las vivencias del prójimo. Cada una de las 24 horas de día, son una oportunidad
para descubrir las experiencias de la vida y darnos cuentas que nuestra
historia es parte fundamental de las narraciones de otros.
Cuándo hubiésemos pensado
encontrarnos con alguien que con su sonrisa, su mirada, su aroma, sus palabras,
su apariencia, lograra cautivar nuestras vidas, lograra canalizar nuestra energía,
convencernos de una aventura, motivarnos para emprender un camino. No sabemos
quién saldrá a nuestro encuentro, qué signo distintivo moverá dentro de
nosotros, pero lo que si debemos tener claro es que luego de cada momento de
interacción personal, algo quedará en nosotros, un recuerdo, una emoción, una
imagen, un olor, una lección aprendida que permanecerá en nosotros hasta que
haya cumplido su misión.
Cuando olvidamos, el cerebro se
programa para disponer de los pensamientos y todo lo que ellos tienen a su
alrededor, para darle espacio a nuevas experiencias, que nos permitan seguir
creciendo y experimentando momentos de verdad, momentos donde debemos enfrentar
la realidad y hacer que las cosas pasen. Olvidar es un ejercicio que resulta
sano, con aquellas cosas que no producen buenos sentimientos, pero una
enfermedad cuando se trata de ignorar a los demás.
“Los olvidadores” podría ser el
nombre de aquellos que se olvidan de los demás, de aquellos que sacan de su
ecuación de vida la presencia del otro, de aquellos que prefieren su propio
contexto y excluir las realidades de los otros. Este olvido resulta
contradictorio y peligroso, como quiera que cada uno de ellos estará expuesto,
en algún momento, a experimentar ser víctimas de otros olvidadores. Nada más
pedregoso y sinuoso que el olvido de sí mismo, condición que compromete no solo
las aspiraciones humanas, sino que contradice los mandatos divinos.
Así las cosas, la vida es un
llamado a compartir, a comprender, a manifestar y movilizar experiencias plenas
donde fluya la vocación inherente de cada ser humano, ese oasis que recrea la
mano poderosa de un DIOS que nunca olvida y siempre sale al encuentro del hombre.
El Editor
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