El ejercicio de liderazgo no es una condición exclusiva de un cargo o de una posición particular a nivel organizacional o de proceso, es una condición personal indelegable que permite al ser humano hacerse dueño de su propio proceso de transformación y evolución. En este sentido, hablar de liderar, es hablar de la manera misma como demostramos que hemos evolucionado y avanzado hacia el fin último que tenemos en la vida: el desarrollo pleno de nuestra vocación.
El liderazgo inicia con un propósito, con una intención. La movilización de los esfuerzos está situada más allá de objetivos específicos que se alcanzan y se dejan atrás, está ubicada en una misión, en aquello que transciende la esfera de lo pasajero y efímero, y se establece en el espacio de lo que permanece y trasciende en el tiempo. La misión define en sí mismo la esencia por la cual la persona persiste, insiste y nunca desiste, esa motivación superior que lo hace a diario pensar por qué ha venido al mundo.
Un segundo momento es la adaptación. Afirma Wheatley (2024, p.10) “En cada circunstancia, la meta es la misma, pero la aproximación varía, revelando un firme compromiso al propósito, pero abierto a distintas táctica”. Adaptarse implica nunca perder de vista el propósito y habilitar distintas vistas que permitan caminar hacia aquello que se quiere transitando por diferentes aproximaciones. Esto es, una postura flexible y de aprendizaje que capitaliza cada movimiento para lograr aquello que se persigue. La adaptación es la estrategia que descubre en el entorno nuevas palancas para movilizar el logro de la misión.
Un tercer momento son las tensiones. Esos instantes donde se contraponen las polaridades de posturas distintas que generan direcciones y enfoques alternos que pueden generar situaciones incómodas que no deben distraernos del propósito. El reto es manteniendo el propósito en el centro de la reflexión “discernir cuándo favorecer una u otra dirección, reconociendo que ambas son necesarias a lo largo del tiempo” (Wheatley, 2024, p.11) para llevar a cabo aquello que se quiere lograr. Las tensiones y diferentes vistas deben ampliar nuestro pensamiento, abrir nuestra mente a nuevas posibilidades, para enriquecer el plan trazado desde el inicio y actualizar los retos que se tienen para llevar a cabo la misión.
Un cuarto momento es el discernimiento. Es el compromiso activo y reflexivo de cada persona para mantener la “unidad de mente y corazón” (Wheatley, 2024) y así, concretar las actividades frente al propósito que nos moviliza. Es el ejercicio de la espiritualidad y fortaleza interior que mueve la esencia de la vocación individual para ser “audaces, valientes, innovadores, creativos, apasionados y llenos de un sentido de urgencia” (Wheatley, 2024, p.12) y hacer que las cosas pasen. Esto es, estar abierto y confiar en la dinámica del contexto, descubrir los patrones emergentes de los eventos, “atreverse a confiar en Dios y a confiar en que el Espíritu Santo revela el camino” (Wheatley, 2024, p.12) y dejarnos encontrar por aquello sagrado que todo el tiempo nos busca.
El mundo tarde o temprano nos ubicará en medio de incertidumbres y complejidades que nos exigirán adaptación o cambio, lo que necesariamente llevará a interrogar lo que hemos aprendido y abrirnos a explorar nuevas lecturas del entorno, y transformar nuestras maneras de ser más arraigadas, para darle paso al nuevo viaje que se nos propone para aprovechar la sabiduría que hemos alcanzado, a nivel individual y colectivo, y experimentar las gracias y oportunidades que ofrece el compromiso activo que moviliza y guía al ser humano: su propia vocación!
El Editor
Referencia
Wheatley, M. (2024) ¿Qué hace un líder ignaciano? Reflexiones en las prácticas y sabiduría jesuita. Jesuit Higher Education: A Journal. 13(1). DOI: https://doi.org/10.53309/2164-7666.1481