En la vida cotidiana, en la vida laboral y en la vida académica el proceso de evaluación con frecuencia genera contradicciones, malestar y cierto nivel de prevención. Todos alguna vez en la vida hemos sido evaluados con el fin de cumplir con un requisito en cualquiera de los contextos donde nos movemos y existimos. La relación evaluador-evaluado está llena de diversos escenarios, condiciones y características que sería imposible abordarlas en una reflexión breve como esta. Por tanto, el reto en estas líneas es explorar algunos elementos de la evaluación como fundamento de la movilización de una persona fuera de su zona cómoda.
La evaluación en sus orígenes estaba fundada en el ejercicio de movilizar a las personas de un momento de su vida a otro, de un nivel de desempeño a otro, una manera para marcar el camino de renovación y transformación para hacer de la persona otra distinta. Con el tiempo la evaluación pasó a ser un distintivo que permite clasificar las personas según un estándar de desempeño. Esto es, aquellas que hacen las cosas mejor de lo esperado, las que hacen lo que se espera y otras que no logran los mínimos esperados. Este ejercicio, termina siendo una manera de recompensar y “motivar” a aquellos que hacen las cosas bien, y darle motivos a los otros para que se superen en sus respectivos desempeños.
La postura actual de la evaluación (como clasificación) genera una competencia, algunas veces sana, orientada al desarrollo del potencial del individuo, y otra malsana, con intereses cruzados entre evaluador-evaluado que terminan afectando la dinámica de las empresas y de las comunidades educativas, privilegiando muchas veces una estrella con desempeño sobresaliente que obtiene todos los reconocimientos, invisibilizando a aquellos que sin romper las barreras establecidas, mantienen su dedicación diaria, trabajo en equipo, disposición para hacer la diferencia y la búsqueda constante de la excelencia.
En este sentido la evaluación debe ser APT: Auténtica, Pertinente y Transparente, como fundamento de la práctica y compromiso tanto del evaluador como de la organización para hacer de la persona otra distinta. Es auténtica, cuando hay un sentido real y claro por parte del que evalúa que la otra persona pueda superar sus propios límites y reconocer los talentos y posibilidades que tiene para hacer la diferencia. Es un ejercicio donde se acompaña y reta al evaluado para que imprima su propia impronta en un área específica para ver más allá de lo que conoce y se lance a explorar en el incierto que proponen sus propias metas.
Es pertinente cuando la evaluación se centra en los aspectos particulares de la persona. Se hace una valoración individual del evaluado para encontrar aquellos elementos que se deben potenciar para que surjan nuevas actitudes y aptitudes para transformarse a sí mismo y a su propia realidad. La pertinencia es un ejercicio de reconocimiento situado de la persona, sus expectativas y retos, para plantearle alternativas de conocimientos y habilidades que debe consultar para darle sentido a sus propias metas, y así superar sus propios temores que limitan su potencial.
Es transparente cuando tanto evaluador como evaluado se reconocen como partícipes del proceso de construcción de conocimiento y aprendizaje. Cuando ambos son parte del escenario donde se sorprenden mutuamente por el desempeño alcanzado por el evaluado y la experiencia que suma el evaluador desde su perspectiva de orientador del proceso. La transparencia depone intereses creados o beneficios particulares de los participantes, centrando la atención en los retos superados, las novedades identificadas y sobremanera, las conexiones y elaboraciones cognitivas creadas que hacen único y particular el proceso que se ha realizado.
Cada individuo opera en diferentes velocidades, desde diferentes contextos y con diferentes emociones, por tanto, una evaluación real y efectiva deberá privilegiar un resultado igualmente APT: Avanzar, Pensar y Transformar. La evaluación deberá permitirle al individuo avanzar en su propio desarrollo personal y profesional. Debe abrirle la puerta para lograr la disciplina para vencerse así mismo, y trazar la ruta que lo lleve a trascender sus propias metas. La evaluación debe habilitar el pensamiento de la persona, para retar de forma permanente su saber previo y movilizar sus reflexiones hacia espacios donde el incierto no lo paralice sino que lo lance a conquistar nuevas fronteras de conocimiento.
Finalmente la evaluación debe estar centrada en transformar al individuo. Si la evaluación no le dice nada a la persona ni la mueve para cambiar, esto es, para aprender y sorprenderse de forma permanente, la relación evaluador-evaluado se ha desinstalado de su sentido principal, de la esencia de naturaleza: ser la excusa perfecta para desafiar las fronteras autoimpuestas del ser humano. El ejercicio de la evaluación busca en el fondo situar nuevas realidades en los referentes y creencias profundas del ser humano para llevarlo a nuevos lugares donde todo está por descubrir y los inciertos son parte del nuevo normal de su entorno.
Cuando tengas el rol de evaluador o evaluado, recuerda que ambos son parte de un proceso donde cada uno desde su perspectiva suma para reconocer y superar fronteras; el evaluado procurando una postura incómoda frente a su saber previo proponiendo apuestas que retan aquello que el entorno reconoce y aprueba, y el evaluador, dejando que su experiencia y conocimiento allane las reflexiones de su evaluado, para construir nuevas perspectivas que lleven a nuevos lugares comunes las expectativas de aquel que evalúa, que no es otra cosa, que abrir a la persona un horizonte de posibilidades y no de probabilidades.
El Editor.