Parece que todo el
planeta ha tomado un receso de la dinámica desaforada de eficiencia,
efectividad y acumulación de bienes materiales. Un receso que hace que la vida
tome una dimensión distinta, una forma de vivirse totalmente diferente, donde
la distancia social se convierte en la norma y se privilegian otros valores
diametralmente diferentes a los que marcaba el estándar de éxito que se tenía.
Los efectos del
confinamiento preventivo hace que las personas en lugar de salir a buscar
soluciones fuera de ellas, están emprendiendo viajes novedosos hacia su
interior, a reconocerse como lo que son seres frágiles, contingentes,
inacabados y necesitados, y al mismo tiempo resilientes, creativos, propositivos
y perseverantes. Esta nueva ruta, traza en el ser humano un quiebre interno que
redescubre sus capacidades y oportunidades para avanzar en la conquista de sus
propios temores y miedos, para conectarse con la esencia de su fuerza interior
y, con la energía y poder superior que vive en todo lo que lo rodea.
No son las
religiones, los dogmas o los ritos los que toman la palabra en estos días, sino
la necesidad de conexión trascendente y espiritual que se activa en la vida de
cada ser humano; esa búsqueda pendiente y aplazada por mucho tiempo para
encontrar el verdadero sentido de su presencia en el mundo: su vocación
individual. Lo espiritual que pasó muchas veces desapercibido y subyugado a la
implacable verdad de los “datos”, hoy toma fuerza como una manera de concretar
la participación y transformación de la humanidad.
La espiritualidad no
es un “trance” o “experiencia fuera de lo común”, sino una experiencia real y
concreta en la vida de los seres humanos que se manifiesta en la presencia de
la armonía, de la paz interior y la apertura del corazón para encontrarnos con
los otros y la fuerza de lo sagrado que vive en cada persona. Es habilitar un
encuentro permanente con el otro, que no distingue condición, posición, raza o
cualquier parámetro humano, sino que busca la excusa natural y humana de
existir, para reconocer en el prójimo la oportunidad para construir y renovar la
manera como se le da forma a la realidad y así alcanzar un fin superior común,
aun desde orillas y perspectivas distintas.
Los días del mundo
en medio de la tormenta sanitaria no son casualidad, ni oportunismo para las
naciones desarrolladas (que por cierto han sido confrontadas en sus propios
estándares de bienestar), sino un espacio para que todos los hombres de la
tierra encontremos el camino que nos une, la fe que nos ilumina y la fuerza que
nos asiste. Esa ventana de oportunidad para repensar la manera como se ha
construido el orden mundial y establecer nuevas propuestas de visión y acción
más ecosistémica donde todos estamos relacionados. Esto es, que sin perder la
identidad y la distinción como comunidades de aprendizaje autónomas, se
reconoce que la relación más importante está en co-laborar, co-operar y co-ordinar
acciones para descubrir, renovar y reinventar lo conocido.
Mientras el hombre
mantenga su postura arrogante en querer explicar todo desde afuera sin
consultar la esencia de su puerta interior, seguirá dando palos de ciego y
reiterando sus propias cegueras que lo lleven a su propia involución. Si por el
contrario, la humanidad toma distancia de sus propios pensamientos egoístas, se
reconecta con su entorno, descubre la armonía de los contrarios, la luz de los
contrastes y las ventajas de ser vulnerable, podrá configurar un mapa novedoso
de una realidad emergente y distinta donde dejará de estar “sola en medio la
multitud” y donde las mal llamadas “crisis” serán oportunidades para crecer y ventanas
de aprendizaje que la lleven a su siguiente nivel de evolución y conexión
trascendente.
El Editor