sábado, 26 de noviembre de 2016

¿Quiénes son los buenos profesores?

Se recuerda con mucha alegría y cariño a aquellos profesores que marcaron la diferencia durante nuestro paso por las aulas. Esos docentes que lograron conectar con nuestros intereses y que generaban espacios de reto intelectual donde las ideas fluían y la magia del aprender se desarrollaba sin ninguna restricción. Robinson (201, p.150) indica que los buenos profesores desempeñan cuatro funciones principales: motivan a sus alumnos, facilitan el aprendizaje, tienen expectativas con respecto a ellos y los capacitan para creer en sí mismos.


Motivar es encontrar los momentos y espacios requeridos donde confluyen los intereses de los estudiantes, esos escenarios donde es posible sacar a la luz lo mejor que hay en cada uno de ellos, esa energía potencial acumulada que sólo requiere una excusa para que fluya y desarrolle las ideas y posibilidades más inesperadas, donde el alumno es capaz de sobreponerse a las situaciones actuales y crear entornos que no han sido pensados previamente.

Un estudiante motivado es energía en movimiento, es capacidad de transformación activa que logra desaparecer las restricciones mentales y desarrollar acciones que logran cambiar la realidad, esa que conoce, pero que es capaz de modificar y transmutar para alcanzar una versión mejorada de sí mismo y así, habilitar nuevas posibilidades donde otros encuentren razones para salir de su zona cómoda.

Facilitar el aprendizaje, está íntimamente relacionado con la motivación, es encontrar ese espacio en blanco en la dinámica del estudiante, donde la curiosidad anida, donde la sorpresa se esconde, donde la cotidianidad se escapa. El aprendizaje es un proceso complejo en su configuración, que demanda espacios psicológicamente seguros, donde es posible experimentar y preguntar por fuera de lo conocido, para indagar donde otros no han explorado. Una ruta donde se conecta la vida personal para encontrar más posibilidades y menos probabilidades.

Facilitar el aprendizaje, es entender que el “mapa” que conocemos no es el territorio que exploramos, es una oportunidad para descubrir nuevos matices del entorno y permitirnos cambiar los lentes a través de los cuales vemos el mundo. Aprender es una experiencia personal que se habilita desde aquellos puntos de quiebre que experimentamos y somos capaces de capitalizar para concretar nuevas distinciones.

Tener expectativas de los estudiantes, es establecer conexiones emocionales que permiten perseguir objetivos superiores, donde juntos docente y alumno, son capaces de superar retos novedosos. Mejorar el rendimiento escolar no es sólo un tema de aprobación de pruebas, sino de renovación de esperanzas y posibilidades, un espacio de reflexión y proyección que se crea en la relación profesor-alumno donde es posible alcanzar sueños y experimentar logros.

Las expectativas deben servir como puente entre la realidad del estudiante y los retos del profesor. Una aventura que se construye desde la esperanza de un mañana mejor, de un resultado que “ya se siente alcanzado”, donde cada momento establece un valor especial que comunica la fuerza de una motivación que está apalancada por una visión de futuro donde tanto docente y estudiante, son protagonistas de sus propias conquistas.

El docente más que un “capacitador” es un guía, un mentor que habilita espacios y reflexiones para que los estudiantes puedan encontrar sus propios caminos y aumentar la confianza en sí mismos. Un docente debe ser la excusa del sistema educativo para desarrollar en sus alumnos habilidades y capacidades para asumir las dificultades, así como para encarar y superar las inestabilidades del mundo actual, desde la tranquilidad, la confianza y la creatividad.

La escuela no puede seguir siendo un espacio normalizado y estructural donde el estudiante es un contenedor y memorizador de contenidos, sino un espacio para descubrir su propio potencial, aquello en lo que les gustaría destacar, con el fin de motivar actividades que le permitan focalizar sus esfuerzos, fortalecer su voluntad y aumentar su competencia, como fundamento de aquellos que son “siempre estudiantes”.

Un buen profesor, es un habilitador para crear en su discípulo ese “afán de descubrimiento y la pasión por trabajar”, esa chispa divina que viene en nuestro interior quemada desde antiguo, que reconoce que el aprendizaje no es un proceso lineal, ni reglado en sí mismo, sino una oportunidad única donde es posible descubrir quiénes somos y a qué hemos venido.

El Editor

Referencia

Robinson, K. y Aronica, L. (2016) Escuelas creativas. La revolución que está transformando la educación. Bogotá, Colombia: Ed. Grijalbo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Darse cuenta

Vivimos en un mundo acelerado, lleno de complicaciones, contradicciones y retos permanentes que mantienen la mente ocupada para entender las cosas invisibles que motivan los mayores cambios en el mundo visible. Un pensador contemporáneo nos advierte sobre esta realidad y nos invita a “darnos cuenta”, a experimentar un despertar en medio de la dinámica actual, para entender al observador que somos y descubrir las fuerzas que en el mundo se mantienen en tensión, como una forma de confirmar las polaridades que se presentan entre las diferentes personas y sus roles.

Dice Krishnamurti (2010, p.27) “darse cuenta es ser consciente del todo, (…) implica percibir completamente todas las reacciones de uno, las conscientes y las inconscientes”, es descubrirse a sí mismos dentro del orden universal, como actor participante que sólo observa, conoce y descubre; no elige, juzga o atribuye, pues al hacerlo deja de percibir y conectarse con el flujo que existe en el ejercicio de hacerse uno con el todo superior.

Cuando descubrimos el observador que somos, es posible observar los condicionamientos del pensamiento y las creencias sobre las cuales están fundados nuestras reflexiones. En este estado, hacemos evidentes distinciones que no podíamos ver desde nuestra posición anterior y por lo tanto, es posible desconectar las estructuras mentales particulares, para conectar con otras que pueden ser de utilidad, para reconectar y renovar la postura del observador, y así lograr una vista que no divida al observador de lo observado.

En este contexto, aprender deja de ser esa acumulación de conocimientos, que viven residentes en nuestra memoria bajo condicionamientos particulares en palabras, textos y marcos de reflexión conocidos, para entender el flujo de las relaciones que se tienen entre los objetos, las personas y los pensamientos de tal forma que es posible experimentar quiebres; esos momentos de sorpresa y expectación, donde no se tienen referentes anteriores, ni posibles explicaciones previas, allí donde caen las “cadenas” de lo conocido y es posible ver y dejar que la dinámica del todo revele la respuesta que estamos buscando.

Es importante advertir, como afirma Krishnamurti (2010, p. 20), “utilizamos el pensamiento como medio para resolver nuestros problemas, pero el pensamiento no es el medio para resolver ninguno de nuestros problemas, porque el pensamiento es la respuesta de la memoria y la memoria es el resultado del conocimiento acumulado como experiencia”, en este sentido, nuestros esfuerzos para comprender una situación problemática deben consultar aquello que se ha aprendido, buscar con insistencia diferentes aproximaciones  y cuando lleguemos al límite, dejarlo para que, en el silencio del observador que observa al observador, ocurra el “darse cuenta” “sin elección, sin ninguna exigencia, sin ansiedad, donde la mente percibe, y esa percepción es la única que puede resolver todos nuestros problemas” (Idem, p.22).

Podríamos leer esta reflexión en la vida práctica como “tomar distancia” de aquellos que pensamos, para interrogar al observador y reconectarlo con su propia observación, de tal forma que, sin pretender imponer un criterio particular, logre comprender la dinámica de la realidad que observa y así pueda ser todo el tiempo parte de la solución y no un elemento más de la situación problemática.

Cuando somos capaces de observar el observador que somos, no existen “tu punto de vista o mi punto de vista”, sólo un continuo de relaciones que revelan los intereses particulares que los humanos tenemos, que no son objeto de crítica o lucha entre los participantes, sino elementos conscientes que construyen una realidad complementaria donde solamente las personas “son”.


El Editor

Referencia
Krishnamurti, J. (2010) Darse cuenta. La puerta de la inteligencia. Madrid, España: Gaia Ediciones.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Vigilar

Permanecer vigilantes, es la doctrina que consagran muchas espiritualidades sobre el advenimiento de la gracia, sobre el retorno del poder de DIOS, cualquiera sea su visión de él. Vigilar es estar atento a los detalles, firme en la observación y cautos en la acción. La vigilancia implica no solo ver hacia afuera, sino monitorizar igualmente hacia adentro, para detectar tendencias contrarias que puedan comprometer la capacidad de respuesta y supervivencia del ser humano.

Vigilar es tener la virtud para ver el panorama completo, las relaciones que se establecen entre tu “adentro” y el “afuera”, el flujo de energía que se nutre de tu voluntad interior y las posibilidades de tu “perímetro”; un ejercicio de conexión infinita donde el “todo” se vuelve uno y uno se vuelve “todo”. Negarte la posibilidad de reconocerte como parte de la realidad, de la sintonía universal, es aislarte de los retos y desafíos que están esperando para liberar tu potencial, ese que hace falta para concretar la obra que muchos esperan y de la cual hoy se empieza a escribir una historia.

Estar vigilantes es explorar con la imaginación y la razón las posibilidades que tenemos para ser otros distintos, reconocer esa fractura espiritual que tenemos y que nos genera una parálisis sobre nuestros talentos. Ser vigilantes es jamás dejar de estar en movimiento, leyendo, conociendo, preguntando, explorando y construyendo, esto es, entender que la vida es inestable, incierta e inesperada y por lo tanto, nada se asume por hecho; es decir sólo existen respuestas parciales sobre un futuro que se construye desde la inevitabilidad de la falla.

El que vigila debe mantenerse sano y activo, cultivar la sabiduría y la ciencia, es un ejemplo para los de su estirpe y sobre manera es un referente de perseverancia y virtud. El camino de la vigilancia es un camino pedregoso, traicionero, esquivo e incierto, pues te exige salir de lo conocido para explorar y detectar lo inesperado y lo ambiguo, la ruta que sólo los valientes en el espíritu, son capaces de transitar y superar; un acto de fe madura que configura la luz de su corazón según los deseos del “eterno”.

Ser vigilantes implica tener disciplina, dominio de si y sobremanera confianza en lo invisible, allí donde la gracia de lo eterno cosecha donde no siembra, demanda donde no ha invertido y exige donde no ha participado. Un estado de meditación interior que ofrece el “ciento por uno” para todos aquellos que superan la inestabilidad de la realidad exterior y logran conectarse con la esencia de la libertad de los hijos del infinito, esos que han recibido el bautismo de la fe y la doctrina del amor.

Vigilar es velar, es ser luz de forma permanente en cada acción de la vida; un cirio de esperanza donde solo hay desesperación, un faro en la distancia que anuncia un nuevo puerto de llegada, una melodía inédita que descubre nuevos sentimientos en el corazón, un oasis en medio del desierto de nuestras ausencias y cobardías. En pocas palabras, velar es la víspera del renacimiento interior que rompe con el pasado, renovando el presente, para anticipar el futuro.


El Editor.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Hombre maduro

Afirma el clérigo dominico Marco Antonio Peña Salina, O.P. (s.f. , p.18) que “la persona humana madura y se perfecciona no por normas impuestas desde fuera, sino por el desarrollo de actitudes y comportamientos que brotan desde su interioridad, más allá de las normas y preceptos externos”, un ejercicio de conocimiento interno permanente que permite conectar al ser humano con su vocación trascendente.


En este sentido, el hombre no busca solo conocer su realidad exterior y dominar las ciencias y las artes que le permiten “estar” en el mundo, que es el perfeccionamiento de la inteligencia, sino igualmente un descubrimiento de su realidad interior, esa conexión espiritual que lo vincula con el todo superior, que es el perfeccionamiento de su voluntad, para buscar los bienes superiores “con autonomía, libertad y rectitud moral” (Peña, s.f., p.20). En pocas palabras, un continuo de ciencia y sabiduría, que converge en la esencia del ser humano como una base de disciplina y virtud que lleva a una vida plena y sin límites.

Por tanto, el hombre en su ruta de aprendizaje perpetuo, no debe aprender de manera mecánica, repetitiva, como un autómata que recibe un conocimiento frío y sin contexto, sino que debe habilitar en su mente y espíritu con una vocación abierta y dispuesta al cambio, a la incertidumbre, de tal forma que “se enriquezca su ciencia, se aumente su comprensión y se libere en virtud” (ídem, p.27) para lanzarse a conquistar las aguas profundas, donde la orilla no se ve, allí donde empieza la aventura y se concreta el reto de transformarse en otro distinto.

Así las cosas, “el hombre sabio es el que posee el sentido común, que guía al prudente para decidir y actuar racionalmente, con una mirada universal, superior e integradora de sus actos” (ídem, p.65). Una exigencia para el hombre actual que debe “elevarse de lo visible a lo invisible y de lo material a lo espiritual” (ibídem) de tal forma, que sus saberes científicos sólo podrán tener la dimensión de su alcance, cuando sean moldeados desde la experiencia de lo trascendente, un camino que sólo es posible recorrerlo guiado por la luz de la verdad, más allá de su juicio académico y su vanidad en el conocer.

En este horizonte, la madurez del hombre pasa por la formación y perfeccionamiento de sus “hábitos operativos” o virtudes como los llama Tomás de Aquino, “que disponen al hombre a obrar, pronta, fácil y agradablemente en la búsqueda de la verdad y del bien” (Peña, s.f., p33), que en lectura moderna podríamos decir, en palabras de Covey (2005), poseer el conocimiento, la habilidad y la actitud para movilizar y transformar nuestro entorno, fieles a la vocación de vida que hemos recibido.

Cuando el hombre sólo se concentra en su realidad exterior y se deja cautivar por las luces y brillos del mundo, pierde su rumbo, pospone sus sueños y se paraliza en el desarrollo de sus capacidades. Por otra parte, cuando conjuga sus potencialidades humanas, motiva pensamientos superiores con vista trascendente, donde es posible conjugar “la contemplación del saber y el placer en la práctica de la virtud” el hombre pone la mirada en lo interior, como fundamento del estado que quiera alcanzar para desarrollar todas sus capacidades.

En consecuencia, la madurez humana es un proceso donde el hombre es perfectible a través del perfeccionamiento de la inteligencia y de su voluntad, “como semillas ordenadas a crecer y desarrollarse continuamente” (Peña, s.f., p.21).

El Editor

Referencias
Peña, M. (s.f.) Educar. La aventura de la perfección humana en el pensamiento del Maestro Tomás de Aquino. Provincia San Luis Beltrán de Colombia. Orden de Predicadores.
Covey, S. (2005) El octavo hábito. De la efectividad a la grandeza. Bogotá, Colombia: Editorial Planeta Colombiana S.A.